viernes, 10 de septiembre de 2021

El ejercicio simultáneo de tutela y recurso de anulación contra el laudo arbitral

Materia pacífica es que la tutela proceda contra el laudo una vez desatado el trámite del recurso de anulación cuando este se ha declarado infundado. No obstante, la jurisprudencia constitucional no ha asumido una posición uniforme con relación a si antes de poder acudir a dicho amparo constitucional, se torna en obligatorio el agotamiento previo de la anulación.

En ocasiones, bajo la consideración de que tal recurso no se erige en un mecanismo eficaz para lograr la protección integral de los derechos fundamentales en el marco de los procesos arbitrales, se ha admitido el trámite paralelo de tutela y anulación, como también, incluso, la interposición directa de dicha acción constitucional, pero, en otros casos, tales posibilidades se han negado de tajo.

En primer lugar, la Sentencia T-972 del 2007, que se ocupó de examinar una tutela promovida frente un laudo arbitral contra el que el accionante no había interpuesto el recurso de anulación, observó que los defectos achacados no encajaban dentro de las causales taxativas de este y, por ello, no resultaba un medio judicial idóneo para la protección oportuna de los derechos fundamentales. Al respecto se indicó: “… cuando el recurso de anulación es manifiestamente ineficaz para subsanar los defectos alegados por el peticionario en sede de tutela, es desproporcionado e irrazonable requerir su agotamiento previo para acudir al mecanismo judicial, pues tal exigencia supondría poner en marcha un proceso judicial manifiestamente inconducente...”.

Posteriormente, en la Sentencia T-058 del 2009, la Corte también consideró que el no agotamiento del recurso de anulación no hacía improcedente el amparo tutelar, en atención a que, dada su naturaleza, no era el mecanismo idóneo para la protección de derechos fundamentales. Igualmente, concluyó que nada se oponía a la interposición simultánea de la acción de tutela con otras acciones judiciales, cuando su finalidad y alcance son distintos. Dijo la Corte: “En todo caso, es preciso anotar que en virtud de los artículos 8º y 9º del Decreto 2591 de 1991 y la jurisprudencia de esta Corporación, la acción de tutela puede ser presentada de manera simultánea con otras acciones administrativas o judiciales, pues la finalidad y alcance de estas acciones son diferentes, los fundamentos de las mismas no necesariamente guardan relación entre sí y los jueces de conocimiento tienen competencias y facultades precisas para decidir cada una de ellas. Así la cosas, se entiende que la interposición de la acción de tutela de manera simultánea con la presentación de una acción o recurso, por sí sola no hace improcedente la solicitud de amparo constitucional”.

Luego, en la Sentencia T-790 del 2010, igualmente se avaló la interposición de una tutela contra un laudo arbitral, estando en trámite un recurso.

No obstante, la Corte Constitucional también se ha pronunciado frente a la imposibilidad de concurrencia de tutela y anulación. Tal postura, por ejemplo, fue analizada en la Sentencia T-608 de 1998, que determinó que la tutela era improcedente debido al carácter residual del mecanismo de protección. Sobre el particular, esa corporación afirmó: “Así, ha de reiterarse entonces, que la acción de tutela es una institución procesal de naturaleza residual que no le otorga al presunto afectado la posibilidad de acceder a ella de manera discrecional, promoviendo su ejercicio en forma simultánea y concurrente con otros recursos legales que, como ocurre con el de anulación, han sido dispuestos en el ordenamiento jurídico para proteger el debido proceso y el derecho de defensa de quienes son parte en una actuación judicial”.

Tal planteamiento fue reiterado en la Sentencia T-408 del 2010, en la cual se expuso: “Por lo anterior, la Sala constata que el requisito de procedibilidad de la acción de tutela contra laudos arbitrales, consistente en el carácter subsidiario de la acción de tutela, citado en forma precedente en los considerandos de esta tutela, no se ha cumplido por encontrarse en curso el recurso de anulación. Tal como lo ha señalado de manera reiterada esta Corporación, no es propio de la acción de tutela reemplazar los procesos ordinarios o especiales previstos para la protección de un derecho, ni desplazar al juez competente, ni mucho menos servir de instancia adicional a las existentes…”.

Se observa entonces que la jurisprudencia ha ventilado dos posturas radicalmente distintas en torno al necesario agotamiento o no de la anulación contra el laudo para la procedencia de la tutela. La primera tesis se sustenta en que dada la naturaleza restringida de la anulación, la tutela se aviene como un mecanismo principalísimo de protección de derechos fundamentales, lo que hace que se la pueda incoar de forma simultánea. El criterio distinto se centra en que la anulación se debe interponer de forma anticipada a la tutela, dado el carácter residual del amparo constitucional.  

Columna publicada el 3 de agosto de 2017 en Ámbito Jurídico.

La tutela contra los centros de arbitraje

Antes de la Sentencia C-1038 del 2002, los centros de arbitraje, y concretamente sus directores, tenían competencia para efectos de surtir y adelantar la denominada por aquel entonces etapa prearbitral prevista por el Decreto 2651 de 1991 y la Ley 446 de 1998. Las funciones surtidas dentro de tal instancia se encontraban precisamente referidas al adelantamiento de la admisión o rechazo de la solicitud de convocatoria arbitral, a la realización de la audiencia de conciliación, a la verificación de la designación de los árbitros y a la integración e instalación del tribunal, momento este último en el cual se agotaba la tarea que en antaño le fuera conferida a los centros.

No obstante, en la aludida sentencia, la Corte Constitucional declaró la inexequibilidad de las normas que avalaban tales potestades, por resultar contrarias al artículo 116 superior. Se consideró que atribuirles funciones de naturaleza jurisdiccional a los centros de arbitraje reñía con el llamado principio de habilitación arbitral, teniendo en cuenta que el texto constitucional autorizaba a los árbitros para administrar justicia, pero no a los centros de arbitraje.

Empero, en dicho pronunciamiento constitucional, la Corte encontró legítima la posibilidad de que la ley asignara a los centros arbitrales funciones de apoyo y de logística frente al trámite arbitral, tal y como luego lo ratificó, precisamente, la Ley 1563 del 2012, librando la posibilidad que dichas instituciones puedan intervenir en la designación de árbitros, en la integración del tribunal, o servir como sede de secretaría.

Expuesto tal estado de las cosas, cabe la inquietud de si estando solo al pendiente de tareas de mero soporte o instrumentales, pueden interponerse tutelas contra un centro de arbitraje. La respuesta resulta afirmativa, aunque podría decirse que ello evidentemente concurre bajo un marco de acción muchísimo más limitado y estrecho del que se predicaba antes, y con particularidades que vale la pena traer a colación.

En primer lugar, al tenor de que los centros de arbitraje están constituidos por personas jurídicas privadas, una tutela en su contra, por supuesto, debe participar de las condiciones que rigen para que estos entes puedan ser sujeto pasivo del amparo constitucional. Muy especialmente, que se verifique que se haya desplegado un acto jurídico que sea oponible ante un tercero y genere una posición jurídica de subordinación. Lo que se refuerza teniendo en cuenta la condición especial que a los centros de arbitraje les incumbe la colaboración en la gestión de un servicio público, por lo que su actividad se aproxima también al supuesto contemplado en el artículo 86 de la Constitución Política, que, precisamente, autoriza la procedencia de tutela contra particulares bajo esa circunstancia.

Además de la mentada especificidad, atinente a la naturaleza jurídica de los centros de arbitraje para configurar una tutela en su contra, resulta oportuno explorar situaciones que podrían ser originadoras de tal evento, y que se circunscriben a violaciones al acceso a la justicia o al debido proceso. En primer lugar, cuando un centro tramite una actuación arbitral a pesar de no ser el competente o se niegue a tramitar una causa arbitral no obstante mediar delegación de pacto arbitral. De otro lado, por la omisión de las funciones de impulso del trámite arbitral a su cargo o por haberlas desplegado irregularmente. Y, por último, por la ineficiente prestación del servicio arbitral, lo que se podría concretar en la falta de disponibilidad de condiciones logísticas apropiadas para el desarrollo del arbitraje.

En consecuencia, si bien es cierto los centros de arbitraje no están habilitados para adoptar decisiones jurisdiccionales en torno al proceso arbitral y desde esa perspectiva una tutela en su contra no encaja dentro de los supuestos que aplican para una tutela contra providencia judicial, sus actos evidentemente pueden ser objeto de reparo constitucional.

Ahora bien, los anteriores planteamientos no se desprenden de las características esenciales de la acción de tutela, concretamente, de su subsidiariedad y residualidad. Es por esto que, en el evento de una irregularidad achacable a un centro de arbitraje, no se puede pretender librar de inmediato la competencia del juez constitucional, sino que es menester, primera y directamente, agotar la oposición respectiva ante la institución arbitral, en orden a honrar el carácter subsidiario que caracteriza al amparo tutelar. También es oportuno tener en cuenta que no toda actuación que se piense equivocada desplegada por un centro de arbitraje tendrá la virtualidad de ser repelida vía tutela, sino, exclusivamente, aquellas que en efecto vulneren derechos fundamentales de las partes. Por último, tampoco será admisible, en estos casos, que la tutela pretenda servir de mecanismo para soslayar la negligencia de la parte interesada si es que no alegó en tiempo ante el centro de arbitraje las anomalías que luego pretenda reprochar vía tutela.

Columna publicada el 11 de diciembre de 2018 en Ámbito Jurídico.

Requisitos de procedibilidad para la interposición de tutela contra laudos arbitrales

Se entiende por “requisitos de procedibilidad” las condiciones que deben cumplirse para iniciar válidamente un acto procesal, esto es, un elemento sine qua non para el adelantamiento de una determinada acción. Ahora bien, en materia de tutela frente a actuaciones emitidas por un fallador –juez o árbitro–, jurisprudencialmente se establecieron –por vía de la Sentencia C-590 del 2005– los requisitos especiales de procedencia de esta modalidad de amparo constitucional. Es de anotar que lo que se persigue con la instauración de tales exigencias es limitar la potestad de controvertir a través de la acción de tutela los principios de seguridad jurídica, cosa juzgada y autonomía del fallador.

En todo caso, desde la perspectiva constitucional, toda acción de tutela contra actuaciones definitorias de litigios, lo que hace también de las destinadas contra laudos arbitrales, deben contener los siguientes elementos: (i) Relevancia constitucional del asunto. Esta cuestión da cuenta de la necesidad de hacerse explícito por qué la materia que se lleva a tutela requiere de un pronunciamiento de la jurisdicción constitucional. Esta circunstancia, para el caso del arbitraje, debería aludir a una situación que advierta el quebrantamiento de derechos fundamentales propios de la función de resolución de controversias, esto es, sin duda vinculados al debido proceso o al acceso a la administración de justicia.

(ii) Utilización de los mecanismos de defensa de que disponga el afectado, salvo que se trate de evitar un perjuicio iusfundamental irremediable. En cuanto al carácter supletorio de la tutela, en principio, se infiere, que dicho instrumento no resulta conducente cuando el afectado disponga de otro medio para la defensa judicial de su derecho. No obstante, la Corte ha formulado algunas precisiones sobre cómo debe analizarse este requisito de procedibilidad, teniendo en cuenta las características propias y especialísimas del proceso arbitral.

Ciertamente, la materia del agotamiento de los mecanismos ordinarios y extraordinarios de defensa con miras a la procedibilidad de la tutela se debe analizar con especial detenimiento en materia arbitral, debido a que aunque las decisiones de los árbitros incumben en nuestro ordenamiento a función jurisdiccional, no están sujetas al trámite de segunda instancia, ni para su impugnación resulta admisible el recurso de apelación. Por este motivo, se ha sostenido que la idoneidad de los mecanismos ordinarios de defensa contra violaciones de derechos fundamentales que tienen lugar en actuaciones arbitrales debe analizarse en cada caso, teniendo en cuenta los defectos que se atribuyen a este tipo de pronunciamientos.

(iii) Cumplimiento del requisito de la inmediatez. Por medio de esta exigencia, se garantiza que la tutela se interponga dentro de un plazo razonable. De manera especial, la Corte Constitucional ha indicado que el requisito de inmediatez tiene una relevancia particular en los casos de tutela contra providencias judiciales o arbitrales, de manera que la verificación de su cumplimiento debe ser aún más estricta que en otros casos, por cuanto la firmeza de tales decisiones no puede mantenerse en la incertidumbre indefinidamente.

Independientemente de las consideraciones emanadas de la jurisprudencia constitucional, debe señalarse que el criterio sostenido en torno a este particular por parte de las diferentes salas de la Corte Suprema de Justicia y de las secciones del Consejo de Estado es un término de interposición de la tutela no superior a seis meses, lo que cobija también a las tutelas contra laudos arbitrales.

(iv) Identidad del vicio y su naturaleza. Dentro de los requisitos de procedibilidad que hacen admisible el conocimiento de una tutela contra providencias judiciales, se exige que el asunto encarne un defecto que tenga impacto real en la materia objeto de controversia. En el arbitraje, este concepto concierne a que se encuentre probado que las irregularidades que alega el actor tengan un alcance determinante en el laudo y, a la vez, se requiere que tal incorreción arbitraria sea trascendente y no superflua.

(v) Debida identificación de los hechos que generarán la vulneración. Este requerimiento jurisprudencial va dirigido a que la accionante identifique aquellas circunstancias que generaron la vulneración de los derechos, pero ello no debe concurrir de forma exhaustiva, sino de manera razonable, a fin de no torpedear la flexibilidad que irradia la tutela.

Columna publicada el 17 de septiembre de 2017 en Ámbito Jurídico. 

La tipicidad de la anulación contra laudos

Conviene precisar que para la interposición, la admisibilidad y el estudio del recurso extraordinario de anulación, deben cumplirse las siguientes condiciones, extraídas de valiosas jurisprudencias: (i) que su presentación sea oportuna, (ii) que se haga y se sustente por escrito ante el respectivo tribunal arbitral, (iii) que se ciña a las causales de anulación legalmente previstas y (iv) que las causales sean debidamente sustentadas.

La omisión de cualquiera de estos requisitos tornará el recurso en inhábil, inconducente, infundado o declarado desierto, según el caso. Vale la pena también reiterar que la función del juez de la anulación no equivale a una instancia y que su estudio no puede desembocar en un estudio adicional del fondo del asunto. Precisamente, la formalidad normativa de implantar causales para la procedencia del recurso en tratativas hace referencia a que únicamente las infracciones arbitrales que se adecúen en las mismas conllevan la afectación del laudo. De manera tal que podríamos estar hablando de una modalidad de “tipicidad”, establecida en orden a prescribir ciertas incorrecciones arbitrales que se sancionan con la anulación total o parcial del laudo.

Por ende, la regulación sobre la materia define criterios para tal determinación, relacionados mayoritariamente con la ruptura de la habilitación o el procedimiento arbitral por parte de los árbitros, lo que conduce a la invalidez de su decisión. Así mismo, la ocurrencia de estas causales debe ser demostrada ante la jurisdicción, y desde luego, la parte contra quien se invoquen puede ejercer su derecho de defensa y demostrar que los hechos alegados no concurren, o que no se encuadran dentro de los supuestos previstos por la legislación.

De ahí que bien puede expresarse, en relación con esta mencionada tipicidad de la anulación, que ella comprende una doble finalidad. La primera, de orden material, conforme a la cual es necesario que existan preceptos jurídicos anteriores o motivos que permitan atribuir certeza de aquellas conductas arbitrales probablemente vulneradoras del regular funcionamiento de este trámite. La segunda, de carácter formal, relativa a la exigencia de real existencia de un evento arbitral que pueda encuadrarse dentro de tales causales de anulación.

Respecto de las finalidades adicionales de estos postulados, bien se podría señalar que la tipicidad de la anulación también infiere que no es posible extender el ámbito de acción de una determinada causal ni tampoco transferir los hechos constitutivos de una a otra, dado que se trata de una competencia asignada a la jurisdicción de manera precisa y que no puede extralimitarse.

El “principio de tipicidad” en materia del recurso de anulación, entonces, hace alusión a la obligatoria descripción de forma clara y expresa de los motivos que dan lugar a recurrir el laudo o, en otras palabras, invoca a determinar sin ambigüedad que las actuaciones arbitrales objeto de reproche se encuadren en una hipótesis normativa de anulación. En esta línea de acción, se agrega que la competencia asignada al fallador del recurso de anulación impide aplicar de oficio las causales previstas en el ordenamiento y, como está visto, es el interesado a quien le corresponde fundamentar debidamente su solicitud.

Por consiguiente y, en términos generales, que el recurso previsto para la anulación del laudo ostente una naturaleza extraordinaria implica, ni más ni menos, que no puede homologarse al de apelación, ya que a este le incumbe el objeto de la alzada, lo que supone que el superior tenga acceso a revisar, paralelamente, los aspectos sustanciales de la decisión adoptada y los aspectos formales del respectivo proceso. A la anulación, por el contrario, le está asignado un papel menos amplio, meramente circunscrito al examen procedimental del llamado diligenciamiento arbitral. Significa lo expuesto y reiterado que la anulación se sustrae del análisis de las cuestiones de fondo que hayan sustentado un determinado laudo.

Desde luego, como es lógico entenderlo, la actividad de la instancia de anulación se predica plena para corroborar y declarar el yerro que ha viciado el arbitraje, bien originado por el resquebrajamiento del procedimiento o bien producto del sobredimensionamiento de la potestad atribuida a los árbitros, entre algunos principales motivos. También es del caso advertir que la única forma de que la anulación se convierta en un remedio hábil para atacar el laudo es que estemos en presencia de fallos arbitrales en firme y que, por tanto, están llamados a surtir plenos efectos hasta tanto se declare su nulidad judicial.

En los anteriores términos, se refleja la tipicidad del recurso de anulación, que conlleva a que la determinación arbitral que se ajuste o encuadre en los presupuestos detalladamente establecidos como causal infiera la revocatoria del laudo irregular. Desde esa perspectiva, es la subsunción del acto arbitral al tipo previsto como causal la que origina su anulación.

Columna publicada el 5 de diciembre de 2019 en Ámbito Jurídico.

El recurso de anulación frente al laudo arbitral

A manera de preámbulo, es pertinente poner de presente que la anulación del laudo no habilita que pueda adelantarse un nuevo juicio sobre el tema definido por el panel arbitral. Dicho medio procesal de impugnación tiene un alcance restringido y el agraviado no puede pretender una nueva resolución del litigio, sino, muy concretamente, la invalidación de la decisión recurrida. Otro punto definitorio antes de abordar más profundamente esta cuestión concierne a que el conocimiento de la anulación se ha deferido a la jurisdicción, pese a que un sector arbitralista aduce que la naturaleza contractual de la cláusula arbitral emanciparía de revisión el fallo de los árbitros.

En todo caso, tampoco puede concederse como principio general, que aun la existencia de recursos contra el laudo, ellos tengan la virtualidad de ataque ilimitado del fallo de los árbitros. Convergeremos entonces que lo propicio es el establecimiento de medios de impugnación frente al laudo, pero, como contrapartida a esta regla, que ellos no se extiendan a la revisión de fondo, es decir, no se asimilen a una segunda instancia.

El juez que conoce de la anulación contra el laudo no puede enmendar la definición arbitral ni declararse competente para conocer de cualquier oposición en su contra, ya que solo puede fundar su examen en motivos legalmente previstos, en otras palabras, tasados. En consecuencia, le está vedado a la jurisdicción entrar a conocer in extenso el contenido del laudo o, lo que sería lo mismo, reiniciar el debate fallado por los árbitros.

La casi unanimidad de legislaciones que contemplan este recurso, por no decir que todas, lo afincan en motivos tasados de procedibilidad. Así lo dictamina, por ejemplo, la Ley Modelo sobre Arbitraje Comercial Internacional -aprobada por la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional-, que establece como motivos de anulación una triple escala de control, a saber: el control de la existencia y validez del convenio arbitral; el control de la regularidad del procedimiento en garantía del derecho de defensa y de los principios de igualdad, audiencia y contradicción, y el control sobre la garantía del orden público.

En tal sentido, tan solo opera frente a determinadas circunstancias, en las que se fija como causas impugnatorias: la inobservancia de formalidades, la emisión fuera de plazo, la resolución de aspectos no sometidos a la decisión arbitral o de materias no susceptibles de arbitraje. O sea, lo que en últimas puede encuadrarse en la ocurrencia de vicios formales o procedimentales o en la extralimitación temporal u objetiva. Por consiguiente, el recurso de anulación no puede desembocar en el estudio de vicios in iudicando de la decisión arbitral.

Igualmente, la formalidad normativa de implantar causales para la procedencia del recurso en tratativas hace referencia a que solo las infracciones arbitrales que se subsumen en las mismas llevan a la afectación del laudo. De manera tal que podríamos estar hablando de una modalidad de “tipicidad”, establecida en orden a prescribir ciertas incorrecciones arbitrales que se sancionan con la anulación del laudo. De ahí que bien puede expresarse, en relación con esta mencionada tipicidad de la anulación, que ella comprende una doble finalidad. La primera, de orden material, conforme a la cual es necesario que existan preceptos jurídicos anteriores o “motivos” que permitan atribuir certeza de aquellas conductas arbitrales probablemente vulneradoras del regular funcionamiento de este trámite. La segunda, de carácter formal, relativa a la exigencia de real existencia de un evento arbitral que pueda encuadrarse dentro de tales causales de anulación.

Por lo tanto, es plausible dilucidar que configurándose de manera objetiva el motivo de anulación pretendido, para lo cual se le impone al solicitante la carga de establecer –con certeza y claridad- dentro de qué causal se configura el vicio alegado y la correspondiente línea argumentativa de sustento, el debate concluirá con la declaratoria de invalidez del laudo arbitral.

De lo dicho se puede colegir con propiedad que la anulación resultará procedente de concurrir simultáneamente estos elementos: cuando las acusaciones se realicen respecto de una proposición jurídica definida en la regulación arbitral como una causal de anulación, cuando no se distorsione el ámbito de acción de las causales objetivamente contempladas y cuando el soporte de los cargos no se ampare en meros supuestos, conjeturas o presunciones del actor. Todo esto tiene sentido, si se parte del presupuesto ya indiscutible, que la competencia del juez del recurso de anulación se rige por el llamado “principio dispositivo”, conforme al cual se le impone al solicitante la carga de establecer –con certeza y claridad- dentro de qué causal se configura el vicio alegado y la correspondiente línea argumentativa de sustento. El efecto de la previsión es encauzar el examen de la anulación sobre la procedencia de las causales invocadas, para exclusivamente corroborar el yerro que se alega, eventualmente originado por el resquebrajamiento del procedimiento o por el sobredimensionamiento de la potestad atribuida a los árbitros.  

Columna publicada el 21 de junio de 2017 en Ámbito Jurídico.

¿Cabe el recurso de apelación contra los laudos arbitrales?

En anteriores columnas divulgadas en este medio hemos delineado las características que rodean el recurso de anulación contra laudos arbitrales y las circunstancias que lo distancian de una apelación. Un repaso a la fisonomía de la anulación permite ratificar esta distinción entre ambos recursos. La anulación persigue esencialmente la protección de la garantía del debido proceso y, por consiguiente, es improcedente que por su intermedio se aborde nuevamente el estudio de la cuestión de fondo resuelta por el tribunal arbitral. De otro lado, al juez del recurso no le es permitido revivir el debate probatorio que se surtió en el trámite arbitral ni entrar a cuestionar los razonamientos jurídicos o la valoración de las probanzas que en su momento hicieron los árbitros para soportar la decisión. En tal sentido, el recurso de anulación no constituye una segunda instancia, razón por la cual el laudo no puede ser atacado por errores en el juzgamiento, sino por errores en el procedimiento y con fundamento en causales taxativamente señaladas en la ley. De manera que este recurso consagrado en la legislación para controvertir los laudos arbitrales excluye la revisión in integrum de dichas decisiones, como se infiere, por el contrario, de la apelación.

En este orden de ideas, la interposición del recurso de anulación no entraña una típica instancia adicional y opera bajo causales absolutamente restringidas, lo que lo distancia de la alzada. Ciertamente, la competencia asignada a quien conoce de la anulación difiere de la concedida en la apelación, cuya única restricción es la de no violar la prohibición de reformatio in pejus.

Descartada entonces la posibilidad que por la instancia de la anulación pueda accederse a una apelación, tal y como acaba de precisarse, resultaría oportuno realizar un examen adicional, con el objeto de dilucidar plenamente la inquietud objeto de esta columna, toda vez que si bien es cierto que en el ordenamiento arbitral no se previó concretamente la existencia de un recurso de apelación, ello tampoco se prohibió expresamente. Nuestra legislación en materia arbitral reputa, escuetamente, que el laudo es la sentencia que profiere el tribunal de arbitraje; redacción que hubiere podido ser más contundente, si se hubiere determinado que esta decisión no es apelable, tal y como lo hacen explícito los ordenamientos de otros países en los que se afianza tal criterio al manifestar que el laudo es definitivo e inapelable. Esas otras legislaciones establecen que contra el laudo arbitral no procede el recurso de apelación ni la integración de un segundo tribunal arbitral que eventualmente se encargue de tramitar una nueva instancia orientada a reexaminar lo debatido arbitralmente respecto de la apreciación de los fundamentos de las partes o la aplicación del derecho sustancial, con la finalidad de confirmar o revocar, total o parcialmente, el laudo.

No obstante, para ratificar que en nuestro ámbito no cabe la apelación contra laudos arbitrales, bien vale la pena echar mano de un pretérito pronunciamiento de la Corte Constitucional (Sent. T-570/94), donde se examinó tal cuestión para señalar lo siguiente: “… si bien la regla general es que las sentencias son apelables o consultables, y que deben proferirse por una autoridad judicial con superiores funcionales competentes para conocer de tales recursos, estas reglas generales tienen excepciones permitidas por la Constitución y desarrolladas por la ley, entre las cuales está el arbitramento. Al optar por el mecanismo excepcional de la justicia arbitral, los particulares se acogen a lo decidido judicialmente por un juez transitorio, sin superior funcional, por lo cual no es posible aspirar a una doble instancia semejante a la que se surte a través de la apelación, sino a los recursos legalmente establecidos para permitir el control de los laudos”.

 

Como puede apreciarse, en la aludida providencia, la Corte justificó en la naturaleza del arbitraje la negación de apelación en este trámite. Ello no es más que ratificar que la fuente del arbitramento conlleva someter el conocimiento y decisión de una controversia a un tribunal arbitral (arbiter ex compromisso), mediante la lógica de un proceso de única instancia. Por consiguiente, a pesar de la aludida omisión legal para un mejor proveer atribuida a nuestro Estatuto Arbitral con el fin de cerrar de tajo la posibilidad de formular apelación contra los laudos, esta alternativa deviene en impensable e inconducente, por lo ya visto, y que conviene recapitular, esto es, la anulación no supone una apelación y la jurisprudencia constitucional se ha manifestado en contra de tal posibilidad. A esto se podría agregar otro aspecto adicional que, aunque de carácter operativo, refrenda lo dicho: no existe un órgano al que los tribunales arbitrales se encuentren subordinados como para que se pueda dispensar la revisión plena de sus decisiones.

Columna publicada el 6 de febrero de 2019 en Ámbito Jurídico.

El recurso de reposición en el arbitraje

Entendemos por medios de impugnación los mecanismos de defensa y saneamiento a disposición de los sujetos procesales, con el fin de oponerse plenamente a una providencia y lograr su revocatoria. Por lo anterior, se le ha atribuido al término “recurso” el concepto de regresar, es un recorrer (al decir de Couture) o correr de nuevo el camino ya hecho. En ese sentido, tales medios suponen la contradicción de una actuación judicial, con el claro cometido procesal de que se vuelva a discernir en torno a la materia ventilada, con el objeto de que se rectifique la resolución. En todo caso, los medios de impugnación son vías legítimas que gozan de reconocimiento legal, orientados a remediar el eventual agravio de una providencia injusta o ilegal. Igualmente, dependiendo del acto que se busque conjurar, tales instrumentos de repudio procesal poseen un ámbito de acción definido, en orden a facultar al juzgador que conoce de ellos a surtir una revisión de la decisión adoptada.

Descendamos las anteriores consideraciones al arbitraje, para manifestar que el recurso dispuesto para obtener en esta instancia los resultados procesales arriba descritos es la reposición. En el arbitraje, incluso, la reposición posee dos ámbitos de acción: servir de mecanismo de impugnación de autos y constituirse en un requisito de procedibilidad para la interposición de algunas causales de anulación. En primer lugar, en la justicia arbitral, el recurso de reposición es el mecanismo exclusivo y, por ende, idóneo, a fin de obtener la revisión, reforma, corrección o revocatoria de una providencia arbitral. Es fácilmente colegible que, en el arbitraje, el recurso de reposición cabe contra todos los autos que se dictan dentro del trámite, con la excepción de aquellos que decretan pruebas, frente a los que, como es sabido, no procede el mismo. Ahora bien, aunque el Estatuto Arbitral no establece una regulación especial para tal recurso, lo dispuesto al respecto por el Código General del Proceso (CGP) es útil para demarcar su extensión.

Así las cosas, el conocimiento del recurso de reposición se atribuye evidentemente al mismo juzgador, para el caso al mismo tribunal arbitral que dictó la resolución que se impugna. Así mismo, como se dispone para todo proceso general, la reposición en el arbitraje les brinda a las partes la posibilidad de controlar la ordenación del trámite, su desarrollo y conducción, todo en orden a su debida regularidad. Ello impone reiterar que los pronunciamientos de los árbitros no son irrecurribles o inimpugnables y que el ejercicio de los recursos no supone la posibilidad de un ejercicio abusivo de los mismos. En todo caso, puede aterrizarse la cuestión infiriendo que, en el trámite arbitral, el objeto del recurso de reposición es, concretamente, permitir la modificación de los autos adoptados y que sirven para sustanciar el proceso o tomar decisiones relativas a la arbitralidad, a fin de que los intervinientes, o uno de ellos, no conformes con lo dictado, formulen reparos, por la eventual vulneración de disposiciones de procedimiento o sustantivas.

En cuanto a la oportunidad y las exigencias para la adecuada formulación del recurso en este trámite, ellas se encuentran contempladas en el artículo 318 del CGP, en donde se determina que el recurso deberá interponerse con expresión de las razones que lo sustenten, en forma verbal inmediatamente se pronuncie el auto, o cuando este se pronuncie fuera de audiencia, interpuesto por escrito dentro de los tres días siguientes a su notificación del auto. Se debe agregar que, de conformidad con el artículo 103 del CGP, tratándose del trámite de la formulación de un recurso de reposición en audiencia, las intervenciones de los sujetos procesales no excederán de 20 minutos y tales pronunciamientos pueden ser grabados para luego ser incorporados al expediente, lo que puede complementarse con el registro en el acta de la síntesis de las razones del recurso y de su admisibilidad o rechazo. Por el contrario, en el aludido supuesto de auto emitido por fuera de audiencia, según las voces generales del proceso, el recurso de reposición se interpone, como se anotó procedentemente, por escrito, y remitiéndolo mediante correo electrónico a las direcciones registradas o consignadas para ese fin.

De otro lado, como la reposición da lugar a realizar un reexamen de la materia definida con anterioridad, concurre la posibilidad de ratificar el pronunciamiento recurrido o la expedición de una nueva providencia que sustituya la resolución impugnada.

Por último, debe anotarse que, resuelta la reposición, no procede un nuevo recurso, toda vez que, según el artículo 318 del CGP, el auto que decide la reposición no es susceptible de ninguno, con la única excepción, claro está, que la providencia sustituta contenga puntos no decididos en la anterior, evento en el cual el nuevo recurso deberá sustentarse en el reproche de los puntos nuevos o inéditos.

Columna publicada el 22 de octubre de 2020 en Ámbito Jurídico.

Los recursos frente al arbitraje

Los recursos son medios de impugnación orientados a remediar el posible agravio de una providencia eventualmente injusta o ilegal. Igualmente, dependiendo del acto que se busque conjurar, tales instrumentos de repudio procesal poseen un ámbito de acción definido, en orden a facultar al juzgador que conoce de ellos a surtir la revisión de la decisión adoptada. En materia arbitral, se dispone de distintos recursos, a efectos de lograr los resultados procesales descritos.

En tal inventario, de manera inicial, encontramos a la reposición, vía que posee dos ámbitos de acción. El lógico, esto es, servir de mecanismo de impugnación de autos, y uno complementario, que atañe a constituirse en requisito de procedibilidad para la interposición de algunas causales de anulación. En consecuencia, en la justicia arbitral, el recurso de reposición es el mecanismo exclusivo y, por ende, idóneo, a fin de obtener la revisión, reforma, corrección o revocatoria de una providencia arbitral. También hay que indicar que, en el arbitraje, el recurso de reposición cabe contra todos los autos que se dictan dentro del trámite, con la excepción de aquellos que decretan pruebas.

Frente a la eventual procedencia de la apelación en el arbitraje, nuestra normativa reputa que el laudo es la sentencia que profiere el tribunal de arbitraje, redacción que, en línea de ratificar la improcedencia de tal recurso, y tal como lo hacen explícitos ordenamientos de otros países, hubiera sido más contundente si afirmara que este es definitivo e inapelable. No obstante, para ratificar que en nuestro ámbito no cabe la apelación contra laudos arbitrales, bien vale la pena echar mano de un pronunciamiento de la Corte Constitucional (Sent. T-570/94) en el que se examinó tal cuestión para señalar que, al optar por el mecanismo excepcional de la justicia arbitral, los particulares se acogen a lo decidido judicialmente por un juez transitorio, sin superior funcional, por lo cual no es posible aspirar a una doble instancia semejante a la que se surte a través de la apelación, sino a los recursos legalmente establecidos para permitir el control de los laudos.

En cuanto al recurso de anulación frente al laudo arbitral, es pertinente poner de presente que ella no habilita que pueda adelantarse un nuevo juicio sobre el tema definido por el panel arbitral. Dicho medio procesal de impugnación tiene un alcance restringido, y el agraviado no puede pretender una nueva resolución del litigio, sino, muy concretamente, la invalidación de la decisión recurrida. En todo caso, el juez que conoce de la anulación contra el laudo no puede enmendar la definición arbitral, ni declararse competente para conocer de cualquier oposición en su contra, ya que solo puede fundar su examen en motivos legalmente previstos, en otras palabras, tasados.

En consecuencia, le está vedado a la jurisdicción entrar a conocer in extenso el contenido del laudo o, lo que sería lo mismo, reiniciar el debate fallado por los árbitros. En tal sentido, tan solo opera frente a determinadas circunstancias, en las que se fija como causas impugnatorias: la inobservancia de formalidades, la emisión fuera de plazo, la resolución de aspectos no sometidos a la decisión arbitral o de materias no susceptibles de arbitraje. Conviene precisar que, para la interposición, la admisibilidad y el estudio de este recurso, deben cumplirse las siguientes condiciones extraídas de valiosas jurisprudencias: (i) que su presentación sea oportuna, (ii) que se haga y se sustente por escrito ante el respectivo tribunal arbitral, (iii) que se ciña a las causales de anulación legalmente previstas y (iv) que las causales sean debidamente sustentadas.

Por último, se prevé que tanto el laudo como la sentencia que resuelva sobre su anulación son susceptibles del recurso de revisión, por las causales y mediante el trámite señalado en las normas generales. Como es sabido, a través de este recurso, se impugna una sentencia provista del sello de inmutabilidad, pero de las que transciende seguidamente, bajo motivos expresos, un vicio que impide que ella siga en pie y que trae como consecuencia su revocatoria. La legislación también señala, como efecto de la prosperidad de este recurso, que, en tal caso, la autoridad judicial correspondiente dictará la sentencia que en derecho corresponda.

En esa medida, de configurarse una o varias de las causales propias de la revisión, se deberá aniquilar el fallo irregular, y será idóneo obtener una nueva decisión, teniendo en cuenta los elementos que han debido estar presentes en el proceso original y que habrían evitado las irregularidades que inexorablemente afectan el laudo o la sentencia de anulación repudiados. La sanción a la irregularidad apareja la revocatoria del acto impropio y la conveniencia de adoptar una decisión no solo correctiva, sino también sustitutiva.

Columna publicada el 25 de marzo de 2021 en Ámbito Jurídico. 

El laudo arbitral y la sentencia judicial: similitudes y diferencias

Bien puede definirse el laudo como la resolución que dicta un tribunal arbitral, con el objeto de dirimir una controversia jurídica determinada. De hecho, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el laudo como la “decisión o fallo que dictan los árbitros”. En consecuencia, la naturaleza jurídica del laudo es conclusiva y, en tal sentido, pone fin a una disputa sometida a arbitraje. Dado dicho fin instrumental, el laudo se asimila en todo a una sentencia, y así obliga a las partes, aun cuando lógico es reiterar que esta última deviene exclusivamente de actuación judicial.

De otro lado, el arbitraje presupone la coincidente voluntad de las partes para que su conflicto, presente o futuro, se desate mediante esta figura. A diferencia de la jurisdicción, o la justicia permanente, la concurrencia al arbitraje debe ser consensuada, de manera que el laudo es precisamente la concreción de la habilitación que se le otorga a los árbitros para poder decidir un litigio.

Así las cosas, el arbitraje está llamado a desembocar en un laudo, prácticamente sin que se contemple, normativamente hablando, otro tipo de resolución llamada a finiquitar la actuación de los árbitros, a excepción de que en ella se recogiera el acuerdo transaccional o la conciliación, según el caso, alcanzados por las partes dentro de este trámite.

Ahora bien, también debe anotarse que existen elementos comunes que se predican del laudo y de las sentencias, premisa que ha convocado a que la jurisprudencia califique al arbitraje como un verdadero “equivalente jurisdiccional”. Desde la otra cara de la moneda, la intervención jurisdiccional en el laudo se encuentra limitada, bien al conocimiento y definición del recurso de anulación, a su ejecución forzosa, o al exequátur de laudos extranjeros.

Laudos y sentencias, llamados a finiquitar una controversia, poseen carácter formal, deben constar por escrito y ser firmados por los falladores que participaron en su adopción, constando si se registran aclaraciones o salvamentos de voto. Tanto los laudos como las sentencias, siempre tendrán que estar motivados, ello a pesar, incluso, de que el arbitraje sea en equidad, por cuanto lo que se exonera en tal caso es a tener fundamentación jurídica, mas no a librarse de la justificación teleológica que condujo a la decisión.

En virtud del principio dispositivo, igualmente, tanto el laudo como la sentencia deben honrar la identidad entre lo resuelto y lo controvertido o pedido en el proceso. En función de su contenido, ambos actos tienen como fin declarar la preexistencia de un derecho o de una situación jurídica; crear, modificar o extinguir una relación jurídica determinada, y/o imponer una condena.

Empero, la resolutiva arbitral también presenta algunas sutilezas o especificidades. Por ejemplo, en ella constará el pronunciamiento sobre la porción restante de los honorarios de los árbitros y el secretario, y la orden del informe sobre todos los gastos originados en el procedimiento arbitral que deberá rendir el presidente. Paralelo a ello, se torna en necesario que en el acta donde se consigne la audiencia para fallo, se registre el término corrido del tribunal arbitral, a efectos de cumplir con el mandato normativo que lo obliga para constatar que dicha emisión sea en tiempo y que el laudo no resulte extemporáneo.

Luego de la entrega a cada una de las partes de un ejemplar firmado del laudo, dentro del término legal de cinco días, cualquiera de ellas podrá instar a su aclaración, corrección o complementación, y luego de agotada esta etapa, lo que hace de la eventual interposición del recurso de anulación. Y precisamente en virtud de la ejecutoria del laudo o, en su caso, de la providencia que resuelva sobre la aclaración, corrección o adición, se genera por antonomasia la cesación de funciones del tribunal arbitral, sin menoscabo de la limitada y restringida competencia para la sustentación y la oposición del recurso de anulación que eventualmente fuera promovido por alguna de las partes.

En todo caso, retornando las similitudes y diferencias del devenir de los laudos y las sentencias, se anota que el primero únicamente puede ser objeto de un recurso extraordinario de extensión limitada, y ajeno al ámbito de acción de la segunda instancia, como lo es el recurso de anulación; mientras que el régimen jurídico del recurso de revisión frente a los laudos es el mismo que el contemplado para las sentencias.

En cuanto al cumplimiento de los laudos, se contempla también su ejecución forzosa, similar a lo que se establece para las sentencias. Aunque es importante precisar que el laudo es exigible aun cuando contra él se haya ejercitado la anulación, con la única excepción normativa que quien hubiere resultado condenada fuera una entidad pública y ella solicite su suspensión.

Columna publicada el 20 de junio de 2018 en Ámbito Jurídico.

Laudo en conciencia

Una de las causales de anulación que presenta mayor frecuencia en su formulación es la que pretende evidenciar que el laudo fue proferido en conciencia o equidad, debiendo ser en derecho.

Es bueno señalar que el fallo en derecho se caracteriza porque observa como parámetro de la decisión el ordenamiento jurídico, de manera tal que se apega a la normativa sustantiva que se aplica a la controversia que se va a dirimir. En razón de ello, en este tipo de pronunciamiento, la convicción o el mérito para otorgar el derecho disputado nace del marco jurídico que se deba acatar y se apoya en el acervo probatorio recaudado. En contraposición, la decisión en conciencia omite esos parámetros para sustentarse en la mera equidad y, por tanto, actúa la voluntad de la justicia natural (ex quo et bono).

La jurisprudencia, en especial la contenciosa, ha determinado la procedencia de esta causal de anulación de los laudos arbitrales por la ocurrencia de alguno de los siguientes supuestos: inaplicación de normas del derecho positivo o abierto desconocimiento del acervo probatorio. El laudo en conciencia o en equidad, entonces, está liberado del fundamento del derecho sustantivo, como también se exonera del rigorismo probatorio, o de la carga de explicar las razones esenciales y determinantes en las que se apoya tal decisión. En otras palabras, se constata que el laudo está desprovisto de los elementos propios de una decisión en derecho, lo que conduce a dos circunstancias: un déficit normativo o un déficit probatorio.

El que hemos denominado déficit normativo, se presenta cuando se omite no solo la referencia, sino, precisamente, la aplicación de las normas legales que regulen un asunto para dirimirlo. Igualmente, se edifica aun cuando exista referencia al derecho positivo, pero se advierta que ella resulte descontextualizada. También se puede configurar, bajo el supuesto que se apliquen normas derogadas.

Por su parte, el fenómeno al que calificamos como déficit probatorio acaece cuando los árbitros desconocen íntegramente el acervo probatorio en sus decisiones. O en esta segunda hipótesis, cuando se falla con pruebas inexistentes.

Bien vale la pena reiterar que el déficit normativo o el déficit probatorio derivan en la procedencia de la causal de anulación en tratativas, sin que le sea dable al juez de este recurso, en atención a los límites que la ley le ha fijado, interpretar la norma sustancial aplicable en sentido distinto al efectuado por los árbitros o surtir valoraciones probatorias propias. Su misión se concentra, por consiguiente, en constatar la inaplicación normativa o probatoria.

Ahora bien, lo antes dicho no puede interpretarse en el sentido de suponer que el fallo en conciencia se encuentra desterrado de la materia arbitral, toda vez que tal normativa lo permite, pero exclusivamente, para la resolución de asuntos privados: comerciales, civiles, etc. Para ello, se requerirá pacto expreso, teniendo en cuenta la previsión legal que dicta que si las partes no hubieren indicado la naturaleza del laudo, este se deberá proferir en derecho.

Por el contrario, en el llamado arbitraje administrativo, trámite que se presenta cuando participa en un arbitraje una entidad pública o quien desempeñe funciones administrativas, no podrá, en ningún caso, concurrir el laudo en conciencia, por restricción legal.

Lo dicho hasta acá sobre este último particular se puede resumir en la imposibilidad de laudo en conciencia, en el arbitraje estatal, o si al momento de pactar la cláusula compromisoria partes privadas guardan silencio sobre la clase de arbitraje a la cual someten sus diferencias, eventos en los que el laudo deberá ser en derecho.

De otro lado, frente a las demás condiciones para la configuración de esta causal de anulación, la previsión legislativa sobre la impugnación de laudos establece que, para que se configure un fallo en conciencia, dicha circunstancia debe estar expresa en el laudo. Esto se debe concretar en su carácter de evidente, ostensible y clara.

Así, entonces, bien puede resumirse que las condiciones de aplicación de la causal de anulación de laudo en conciencia son dos: (i) emisión de un fallo en conciencia cuando debió ser en derecho y que (ii) dicha circunstancia aparezca manifiesta en el laudo.

Por último, conviene señalar que en torno a esta causal el Estatuto Arbitral no estableció que la incorrección deba ser alegada en forma previa ante los árbitros con antelación a la interposición del recurso de anulación, como sí acontece con otros motivos de impugnación de este recurso extraordinario. De manera que, evidentemente, dicha causal no está atada al cumplimiento de un requisito de procedibilidad que deba agotarse para la debida interposición de la anulación que se vaya a sustentar en este motivo.

Columna publicada el 9 de mayo de 2019 en Ámbito Jurídico.

El blindaje jurídico de los laudos arbitrales

Bien puede señalarse que el laudo es el acto por medio del cual se concluye el juicio arbitral. Es por ello que se cataloga como el equivalente en el orden jurisdiccional a la sentencia. Más allá de lo meramente conceptual, el laudo también posee un evidente efecto instrumental, concerniente en dirimir de manera “vitalicia” y “cierta” la controversia puesta en conocimiento del tribunal arbitral. La finalidad del laudo es, pues, servir de tributo a la cosa juzgada y conjugar la estabilidad jurídica, con miras a impedir la prosperidad de alguno de los medios de impugnación en su contra. Sin duda, el carácter vinculante de un laudo solo se concreta cuando logra superar el “test de legalidad” a cargo del juez de la anulación o de la tutela, mutando entonces en inalterable su contenido. Por ello, es deber principal de los árbitros minimizar el menoscabo de la integridad jurídica del laudo, a fin de concurrir eficientemente con el mandato de resolver el litigio.

No resulta difícil colegir que la declaratoria de invalidez de un laudo supone una innecesaria pérdida de tiempo y recursos, y, por lo tanto, irrumpe contra su objeto misional, que, según lo que precede, no es otro que dirimir un asunto específico de manera permanente. Lo anterior hace imperativo plantear algunos correctivos que en la práctica de los trámites arbitrales han demostrado su idoneidad a la hora de alcanzar el mentado cometido de la intangibilidad de los laudos.

El primero de ellos, cuando se esté en presencia de un convenio arbitral defectuoso, como, por ejemplo, en el que se omiten aspectos medulares de su esencia o se imponen limitaciones que entorpecen el funcionamiento del tribunal. En ese caso, lo aconsejable será aprovechar la audiencia de instalación fijada por el centro de arbitraje y que tiene por finalidad entregar a los árbitros el expediente, para buscar que, en curso de esa diligencia, a instancia del tribunal, las partes efectúen el respectivo saneamiento de la cláusula compromisoria para circunscribirla a las prescripciones legales o ajustarla a condiciones procesales que hagan fluir la actuación arbitral. La ventaja de hacerlo desde la instalación es que se purga automáticamente una causal de anulación del laudo, muy en especial la contenida en el numeral 1º del artículo 41 de la Ley 1563 del 2012.

El segundo correctivo está dirigido a superar, también desde la audiencia de instalación, las eventuales anomalías que se hayan presentado en la designación de los árbitros, mediante la llamada figura de la “refrendación” del nombramiento arbitral. En dicha audiencia se hará aconsejable que el tribunal solicite a las partes, de presentarse la aludida hipótesis y previo al impulso de la actuación, que manifiesten o que ratifiquen su anuencia con los árbitros designados, lo que garantizará que con posteridad el trámite no se vaya a ver afectado por alguna irregularidad procesal al respecto.

El tercer correctivo es efectuar el control oficioso de legalidad, para ir saneando cada etapa del trámite arbitral. De conformidad con el Código General del Proceso y concretamente con su artículo 132, agotada cada fase del proceso, el juzgador deberá realizar dicho control para corregir o sanear los posibles vicios que configuren nulidades. También en el trámite arbitral es aconsejable indagar a las partes para que manifiesten antes de concluir cada etapa, si advierten eventuales vicios, lo que resultará útil para adoptar los correctivos del caso, y además restringir la posibilidad de que dichas circunstancias se aleguen a futuro como sustento de un probable recurso de anulación o de una tutela.

Y, por último, resultará igualmente oportuno tener en cuenta dos premisas normativas sobre el conteo de términos de los tribunales arbitrales, que suelen pasan desapercibidos, en aras de evitar un laudo extemporáneo. Ellas son: que las partes no pueden solicitar la suspensión del proceso arbitral por más de 120 días (L. 1563/12, art. 11) y, en consecuencia, todos los días de suspensiones adicionales a ese límite deberán computarse o sumarse al término del tribunal en marcha. Y, de otro lado, que el cálculo del término oportuno para fallar debe tener en cuenta que dentro de este se debe proferir el laudo como también la eventual providencia que lo aclare, adicione o corrija (L. 1563/12, art. 10).  

Columna publicada el 23 de marzo de 2017 en Ámbito Jurídico.

Las características del buen laudo arbitral

Tarea fundamental del arbitraje concierne a la expedición del laudo, decisión mediante la cual se resuelven derechos y obligaciones ordinariamente emergidos de una relación contractual que da origen a una controversia. En términos generales, las regulaciones arbitrales se abstienen de establecer reglas o parámetros únicos de estilo para la elaboración o redacción del laudo, predominando la libertad del tribunal en cuanto a la elección de la forma más adecuada. No obstante, sin pretender cercenar la autonomía arbitral y con el objetivo de consolidar buenas prácticas, algunas instituciones arbitrales han formulado directrices en torno a la redacción de laudos, como las condensadas en el Drafting Awards in ICC Arbitrations o en el Drafting Arbitral Awards del Chartered Institute of Arbitrators. En todo caso, valga la pena anotar que, frente a Colombia, el contenido esencial del laudo es similar al que estructura una sentencia, sobresaliendo: la identificación del órgano emisor, los principales hitos del trámite, la descripción de los hechos, pretensiones, excepciones y alegaciones, y la subsunción de aquellos en las normas aplicables. Sin embargo, por las particularidades del arbitraje, también resulta conveniente hacer alusión a los términos y extensión del convenio arbitral, que desde luego constituye el fundamento de la competencia de los árbitros.

Más allá de lo anterior, la asidua práctica de la expedición de laudos permite concretar algunos aspectos fundamentales a la hora de estructurar y redactar un laudo adecuadamente. Partamos de que existen unos adjetivos apropiados para definir un buen laudo: claridad, precisión y congruencia. A estos carácteres se unen otras recomendaciones esenciales. En primer lugar, los árbitros no deben olvidar que el laudo está destinado esencialmente a las partes, por ello su mayor esfuerzo argumentativo debe estar destinado a la resolución del caso particular, lo que debe persuadirlos de realizar consideraciones meramente eruditas o racionamientos alternativos innecesarios. Lo anterior se extiende a dar a conocer a los sujetos intervinientes cuáles son los hechos que el tribunal ha tenido en cuenta para dirimir la controversia, el desarrollo de las reglas del derecho empleadas y su correspondiente interpretación, el análisis de las pretensiones y sus excepciones de conformidad con las pruebas recaudadas y, finalmente, concluir con la resolutiva respectiva que esté llamada a concretar la consecución del fin perseguido por el arbitraje.

En cuanto a la estructura del laudo, es aconsejable la inclusión de un índice que contenga los acápites y secciones en los que se divida, elemento que facilitará su lectura y comprensión, y en el que, desde luego, tiene lugar protagónico el análisis de cada uno de los principales asuntos debatidos, trayendo a colación las posturas de las partes, y frente a ellas, las respectivas conclusiones del tribunal.

Como virtudes adicionales podría señalarse que el laudo no debe carecer de motivación adecuada o poseer motivación insuficiente. Y en cuanto a su efecto, ser susceptible de ejecución legal plena, por tanto, su parte dispositiva, además de ser consistente con las conclusiones de la motiva, debe resultar claramente vinculante. La resolutiva tendrá que ser omnicomprensiva del pleito; sujeta a lo pedido o excepcionado; con expreso pronunciamiento sobre todos los puntos del litigio; necesaria precisión aritmética, y la correcta alusión a las cantidades allí determinadas, que si han correspondido a la aplicación de una fórmula o método, deberían tener explicación en las partes previas del fallo.

Con relación a su forma, es aconsejable que el laudo sea conciso, redactado en términos precisos, evitando párrafos farragosos y de difícil comprensión, las repeticiones o la ambigüedad. En cuanto a su extensión, podría decirse, en términos generales, que los laudos voluminosos suelen ser poco productivos, a no ser que se trate de litigios arbitrales bastante complejos, en los que, por ejemplo, exista una controversia multiforme o que impliquen analizar en extenso componentes altamente técnicos. Y en relación con el fondo del laudo, siempre se debe buscar preservar su rigurosidad, consistencia y coherencia.

Lo expuesto hace alusión a las características de un laudo idóneo, que se pueden complementar con tres buenas prácticas arbitrales que también auspician su solidez. La primera es que antes de darse las deliberaciones internas entre los árbitros para definir el pleito, cada uno haya examinado rigurosamente el expediente, circunstancia que permitirá que el laudo se nutra con una visión jurídica tripartita. La segunda consiste en que los árbitros convengan un juicioso cronograma de trabajo, con miras a que el laudo se expida bajo un calendario eficiente y sin postergaciones inexcusables. Y, por último, que una vez adelantadas las versiones casi definitivas del laudo, se le realice un estricto control que sirva para detectar defectos susceptibles de anulación o de tutela, tarea que tiene por propósito salvaguardar la indemnidad del fallo arbitral.

Columna publicada el 20 de marzo de 2021 en Ámbito Jurídico.

Las claves del proyecto de reforma al Estatuto Arbitral

Una de las principales reformas a la justicia que tendrá desarrollo en la presente legislatura será la concerniente a la modificación del Estatuto Arbitral, mediante un ambicioso proyecto coordinado por el Ministerio de Justicia y del Derecho, que fue elaborado por varios expertos en dicha materia convocados por esa cartera y por el Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Bogotá. Es de anotar que algunos de los profesionales llamados a este trabajo participamos en la redacción de la anterior legislación arbitral proferida en el año 2012, que contó con la inigualable batuta del maestro Fernando Hinestrosa. Esa comisión original se nutrió con respetados juristas de destacado cuño en el quehacer arbitral.

Ahora bien, el presente proyecto de reforma se centra en una intervención, que, aunque leve, atañe tanto al arbitraje nacional, como al internacional. Centrándonos en el arbitraje local, destacaremos como aspectos centrales los siguientes puntos de esa iniciativa. En primer lugar, se privilegia la llamada presunción de arbitraje, toda vez que, cuando en la demanda una parte invoque la existencia de un pacto arbitral y la otra no la niegue, se entiende que existe acuerdo arbitral válidamente celebrado.

De otro lado, se le otorga pleno cobijo al llamado arbitraje societario, para extender esa figura no solo a las diferencias que ocurran entre socios o accionistas, o con la sociedad o sus administradores, sino también incluyendo la impugnación de determinaciones de asamblea, junta directiva o de socios.

Frente al término del proceso arbitral y su celeridad, se impone un límite a los días de suspensión para la llamada etapa inicial que comprende desde la instalación del tribunal hasta la celebración de la primera audiencia de trámite, es decir, se replica la medida que en tal sentido acota las suspensiones luego de culminada la citada primera audiencia de trámite.

En lo atinente al deber de información que obliga a los árbitros a manifestar si coinciden o han coincidido con alguna de las partes o sus apoderados en otros procesos o cualquier otro asunto profesional, se amplía el término de esa revelación de los dos a los tres últimos años. Así mismo, se deberá indicar cualquier circunstancia que pudiere afectar la imparcialidad o independencia arbitral, y en adición, expresar que se cuenta con disponibilidad para atender el caso sometido a su conocimiento en forma eficiente. Con ello, el árbitro se obliga a revelar dudas justificadas acerca de su autonomía y a dar cuenta de su debida disponibilidad.

En el acápite de impedimentos y recusaciones, se establece que no habrá lugar a recusación, cuando la causal se origine por cambio de apoderado de una de las partes, lo cual pondrá talanquera a maniobras que por esa vía busquen fraudulentamente marginar a uno de los árbitros.

Sobre la instalación del tribunal, se señala que luego de designados todos los árbitros y cumplidos los trámites referentes al deber de información, el tribunal arbitral deberá proceder a tal diligencia, dentro de los 15 días siguientes al agotamiento de las mencionadas actuaciones.

Otra innovación importante está relacionada con el poder que se puede otorgar para representar a las partes en un proceso arbitral, y que incluiría, además de las facultades previstas, la autorización para designar árbitros cuando corresponda hacerlo a las partes, para modificar el pacto arbitral o para prorrogar el término de duración del proceso. Se abre además la posibilidad para que se puedan acumular dos o más trámites arbitrales o demandas, cuando se hayan formulado bajo el mismo pacto arbitral o cuando, aunque se hayan formulado con base en diferentes pactos arbitrales, en los procesos actúen las mismas partes y las controversias surjan de la misma relación jurídica.

Un aspecto medular dentro de este recuento concierne a plantear un límite en beneficio de la celeridad arbitral, de la oportunidad máxima para poder reformar la demanda inicial o la de reconvención, y que se circunscribiría hasta dentro de los 10 días hábiles siguientes al vencimiento del término del traslado de la respectiva demanda.

Igualmente, se propone variar el momento procesal en el que procede la fijación de los honorarios y gastos del tribunal, ya que ello acontecerá al admitir la demanda, y no como sucede ahora, concluida la audiencia de conciliación. Estos recursos podrán ser administrados por el centro de arbitraje. No menos importante es la previsión que originaría que la parte convocada pueda conocer la demanda desde su presentación en el centro de arbitraje. Y, por último, desde luego también relevante, la variación de la forma como se notifica el laudo, toda vez que no hará falta la audiencia que hoy se surte para ello y, en su reemplazo, dicha tarea se efectuará virtualmente.

Columna publicada el 10 de septiembre de 2019 en Ámbito Jurídico.

Reformas útiles a la legislación arbitral

En las postrimerías del año pasado, el Estatuto Arbitral cumplió el primer lustro de su puesta en vigencia. Son varios, sin duda, los beneficios que la Ley Hinestrosa -llamada así en memoria del desaparecido rector de la Universidad Externado por ser ella su última contribución académica antes de su partida- introdujo en esta temática. De mérito recordar que el Estatuto Arbitral entró a regir el 12 de octubre del año 2012 y, desde su aparición, ha representado un avance en lo que tiene que ver, sobre todo, con el arbitraje nacional o doméstico. Precisamente, en torno a la aplicación de la Ley 1563 del 2012, estadísticas internas de las instituciones prestadoras del servicio arbitral reportan un crecimiento en la cuantía de las disputas ahí ventiladas y un aumento persistente en el número de casos. El proyecto de esa normativa fue encomendada a una comisión creada por el Ministerio de Justicia y del Derecho, que contó con la presidencia del doctor Hinestrosa, y la participación de un grupo de expertos en la temática arbitral que inmerecidamente integré.

Ahora bien, sin desconocer sus enormes aciertos, el desarrollo del Estatuto Arbitral ha evidenciado algunos puntos que bien pudieran ser repensados a efectos de alivianar la carga procesal de este instrumento y hacerlo más expedito. El arbitraje debe poseer como característica esencial la celeridad, producto de etapas procesales de ágil tránsito que permitan reducir de manera significativa el tiempo requerido para la expedición del laudo. Con este propósito sería relevante pensar en las siguientes modificaciones a esta legislación.

En primer lugar, analizar la posibilidad de eliminar dentro del trámite arbitral la figura de la reforma de la demanda. Lo anterior teniendo en cuenta que hoy esa posibilidad puede surtirse hasta instantes previos a la audiencia de conciliación, lo que en no pocas ocasiones termina retrotrayendo la actuación a sus albores, y con ello echando por la borda la fase ya instruida en los meses introductorios del litigio.

Igualmente, aunque en el actual Estatuto Arbitral se limitó de manera oportuna a 120 días la posibilidad para que las partes o sus apoderados puedan solicitar la suspensión del proceso, con el ánimo de propender por una mayor prontitud en la definición de la controversia, también podría ser de buen recibo limitar el “número de ocasiones” en las que las partes puedan solicitar dichas suspensiones. Ello racionalizaría aún más esa potestad para no dejarla a merced ocasional, de la eventual acomodaticia sugerencia de los árbitros o del mero capricho sin sustento de los sujetos procesales.

En esta misma línea de reducir de manera efectiva los tiempos del trámite arbitral, resultaría conveniente instaurar la medida que, si en un tribunal arbitral se supera la duración de 12 meses, los árbitros pierdan automáticamente un porcentaje de sus honorarios. Indiscutiblemente, esto impondría una mayor eficiencia en la diligencia del encargo arbitral con la aludida finalidad de lograr laudos en tiempos realmente apropiados.

Así mismo, también sería benéfico imponer la reducción de los términos de aceptación del encargo arbitral y para la instalación del tribunal. En la actualidad, esa etapa se logra concretar en más de un mes, si se tiene en cuenta que corre un término inicial de cinco días para que los árbitros se pronuncien sobre su designación y cumplan con el deber de información; igual plazo para que luego de tal aceptación, las partes tengan la posibilidad de manifestar dudas justificadas acerca de la imparcialidad o independencia del árbitro con fundamento en la información suministrada por este o guardar silencio al respecto; y otro tiempo superior para que una vez superada la integración del tribunal, el centro de arbitraje convenga según la agenda de los árbitros, la fecha para surtir la audiencia de instalación y su posesión. La idea sería recortar estos términos. Realmente, el árbitro no requiere el exceso de cinco días hábiles para indagar si está habilitado o no para ejercer un mandato arbitral, o las partes un término tan amplio para pronunciarse al respecto, como tampoco tiene presentación la inveterada costumbre que la evacuación de la instalación se fije para dentro de varias semanas a conveniencia de la tripartita agenda arbitral.

Por último, no menos importante, pensar en la eliminación de la audiencia de conciliación en este trámite por ser altamente ineficaz. El muy bajo porcentaje de arreglos por esta vía dentro de esta figura ratifica tal aseveración, y debería llevar a la extinción de esa audiencia, dejando solo la posibilidad que ella se surtiera si las partes la piden de común acuerdo, circunstancia que pondría de presente que existe posibilidad de acuerdo. Por supuesto, las modificaciones a la normativa arbitral vigente podrían comprender otros frentes, pero por ahora lanzamos estas reflexiones que tienen por mero objetivo abrir el debate con el fin de mejorar lo que hoy es altamente aceptable.

Columna publicada el 9 de febrero de 2018 en Ámbito Jurídico.

Los cuellos de botella del trámite arbitral

En términos generales, la acepción “cuello de botella” hace referencia a las fases que ralentizan o hacen más demorado un determinado proceso productivo. Al amparo de esa premisa, es fácil advertir que, al encarnar también un proceso, el trámite arbitral presenta etapas que irrumpen contra uno de sus objetivos primordiales, particularmente, contra la rápida resolución de la controversias o disputas sometidas a conocimiento de los árbitros. Una de las claves de la instancia arbitral pasa por que sea una alternativa realmente ágil y que su devenir se ejecute en plazos ajustados y con ausencia de tardanzas injustificadas, lo que, desde luego, se debe predicar no solo de la actuación del panel arbitral, sino también de la de los sujetos procesales que concurren a esta modalidad de justicia.

El quehacer cotidiano del arbitraje nos permite precisamente identificar algunos cuellos de botella que configuran verdaderas talanqueras frente a la celeridad de este trámite. Al hilo de lo dicho, es posible levantar un inventario de retrasos que con frecuencia afectan las siguientes etapas del arbitraje.

(i) En la designación de árbitros suplentes. En ocasiones, las partes omiten convenir las personas llamadas a remplazar a quienes fungen como árbitros principales, situación que a la postre conduce a que el trámite deba suspenderse indefectiblemente hasta tanto se acuerde el sustituto que llenará la vacante pendiente originada por la no aceptación del encargo o por la imposibilidad de continuarlo. Evidentemente, la solución para superar ese escollo es que desde el inicio se pacten los árbitros principales y sus respectivos suplentes-que pueden ser numéricos o personales-.

(ii) En la audiencia de instalación del trámite arbitral. Esta diligencia tiene como propósito la entrega de la actuación surtida hasta ese momento por parte del centro de arbitraje a los árbitros, y como en la actualidad no existe un límite de tiempo para su realización, se tiende a consultar previamente a los interesados la fecha común de mejor conveniencia para surtirla, lo que, sin duda, dilata el procedimiento innecesariamente. La alternativa es que vía legal o reglamentaria se imponga un plazo máximo para que se surta esa audiencia.

(iii) En la reforma de la demanda arbitral. El hecho de que se pueda concretar tal acto procesal en cualquier momento hasta antes, incluso, de la audiencia de conciliación que se da en el trámite arbitral, además de frustrar la previa convocatoria y realización de tal audiencia, obliga a retrotraer el proceso para concretar de nuevo la contradicción. Un remedio para superar este evento estribaría en que también se establecería un plazo único y definido para que concretara oportunamente la radicación de la reforma de la demanda, en todo caso con antelación a la fijación de la audiencia de conciliación.

(iv) En el término para la notificación de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado. Los incisos 6º y 7º del artículo 612 del Código General del Proceso (L. 1564/12) establecen la forma de notificar a esa agencia en los procesos que se tramiten ante cualquier jurisdicción en donde sea demandada una entidad pública. Aunque ha sido valiosa la intervención de ese organismo en materia arbitral, es importante señalar que el mecanismo para darle a conocer la existencia de un proceso y que esta pueda decidir si se vincula o no-teniendo en cuenta que los términos que concede el auto notificado solo comienzan a correr al vencimiento del término común de 25 días después de surtida la última notificación-, están demorando en exceso el arbitraje. Por ello, sería pertinente entrar a modificar la forma como se ejecutan tales actuaciones para hacerlas más expeditas.

(v) En las suspensiones. El Estatuto Arbitral limitó el tiempo durante el cual las partes pueden solicitar la suspensión de este proceso en un tiempo que, sumado, no puede exceder de 120 días –inciso tercero del artículo 11 de la Ley 1563 del 2012-. No obstante, esa limitación temporal opera exclusivamente para luego que se declare la competencia del tribunal, y no se extiende a la fase denominada trámite inicial -que tiene por cometido el impulso procesal donde se entraba la litis-. Lo ideal sería, sin duda, también limitar las suspensiones en dicho trámite inicial arbitral, con el fin de evitar que ellas se prolonguen en exceso.

(vi) En la programación de audiencias a cuentagotas. Lo ideal es que en la providencia mediante la cual el tribunal arbitral decreta la práctica de pruebas se fijen, de manera anticipada, integral y concentrada, las fechas en las que habrá de surtirse esas diligencias, lo que redundará en la agilidad del trámite y permitirá establecer ordenada y eficazmente el calendario procesal. Ello sería un buen cometido para incentivar la buena dinámica que debe presidir la fase instructiva del arbitraje.

Columna publicada el 12 de mayo de 2017 en Ámbito Jurídico.

La interpretación prejudicial andina y el arbitraje

Como es sabido, la Comunidad Andina de Naciones cuenta con un órgano jurisdiccional supranacional denominado Tribunal de Justicia, cuya función principal concierne a la interpretación de las normas que conforman tal ordenamiento jurídico, a fin de asegurar su aplicación uniforme por parte de los países miembros de ese modelo de integración. Con el fin de garantizar dicha aplicación uniforme, se encuentra previsto por el régimen comunitario la figura de la “interpretación prejudicial”.

El fundamento de este instrumento se concreta en el Tratado de Creación del Tribunal Andino de Justicia. Ese estatuto atribuye carácter imperativo a dicho mecanismo, imponiendo los deberes de solicitar y acatar la aludida interpretación, mandatos que recaen sobre las autoridades nacionales que conozcan de un proceso en el que deba aplicarse o se controvierta alguna de las normas que conforman el ordenamiento jurídico de la Comunidad Andina.

El Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina también ha manifestado que los árbitros (por ejemplo, por medio de la Interpretación Prejudicial 181-IP-1 2013) hacen parte de las autoridades llamadas a cumplir con estos requerimientos. En atención a ello, el Consejo de Estado ha consolidado una tesis jurisprudencial, según la cual, la omisión de los árbitros en solicitar la aludida interpretación prejudicial, o su desacatamiento luego de allegada esta al respetivo trámite arbitral, deriva indefectiblemente en la anulación del respectivo laudo.

En línea de lo dicho, esa corporación ha expuesto que al catálogo de causales en las cuales puede sustentarse la formulación del recurso extraordinario de anulación contra laudos arbitrales, se debe añadir una adicional e imperativa consistente en la omisión del deber de solicitar la interpretación prejudicial (tesis depositada en la sentencia de la Sección Tercera bajo Radicado 11001032600020120001800 (43195) o en la inadvertencia de su contenido (criterio expuesto en la sentencia de la Sección Tercera bajo Radicado 11001-03-26-000-2016-00063-00 (56845).

En términos generales, conviene recordar que una vez cumplido el deber de solicitar la interpretación prejudicial por parte de la autoridad respectiva (de conformidad con el artículo 123 del Estatuto del Tratado de Creación del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina), y una vez expedida la misma, la instancia que conoce del asunto se encuentra compelida a aplicar la interpretación prejudicial y adoptarla forzosamente en su decisión (artículo 127 del Tratado de Creación del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina).

Al ser entonces la interpretación prejudicial un presupuesto procesal, su ausencia dentro de un proceso donde estén involucradas normas comunitarias da motivo para invocar la nulidad de la decisión, pronunciamiento o fallo dictados. Conclusión que inveteradamente ha esgrimido el Tribunal Andino de Justicia, según el cual, en caso de desacatamiento de la interpretación prejudicial se genera “la nulidad de la decisión que se aparte de la interpretación prejudicial” (ver Proceso 79-IP-2014). En otras palabras, una vez el Tribunal Andino profiere su interpretación, fija el sentido y alcance de la norma comunitaria, por lo que, luego de expedida, no puede ser desentendida.

En el caso del arbitraje se tipifica esta causal especialísima de anulación del laudo referida a la interpretación prejudicial, al concurrir los siguientes presupuestos: (i) que nos encontremos ante una controversia que conlleve la aplicación de una norma andina o comunitaria y (ii) que acreditado el anterior evento, los árbitros dejen de solicitar la interpretación prejudicial correspondiente, o que luego de emitida dicha interpretación, se inadvierta por los árbitros su contenido vinculante.

Columna publica el 23 de febrero de 2017 en Ámbito Jurídico. 

Claves para el desarrollo del testimonio en el arbitraje

Dadas las particularidades del trámite arbitral y de su desenvolvimiento, su quehacer procesal ha generado la formulación de varias buenas prácticas que hacen más eficiente el recaudo probatorio, tal y como acontece, precisamente, con la recepción de los testimonios.

A ese respecto valga la pena anotar, abordando inicialmente el punto del número de testigos, que, con el objetivo de allegar una mayor verificación de los hechos ante un tribunal arbitral, es habitual que se solicite citar en apoyo de la defensa de los extremos litigiosos, una significativa cantidad de ellos. Por esto, para que se evite caer en la redundancia o en el pleonasmo probatorio, se hace oportuno que los árbitros les indiquen a las partes, al inaugurar la fase instructiva, que en la medida en que las declaraciones se rindan se va adquiriendo un relevante conocimiento acumulativo del pleito y, por ende, se tornarán en superfluas declaraciones posteriores adicionales que simplemente tiendan a corroborar lo ya expuesto.

De otro lado, en estos eventos, resultará además muy útil solicitarles a los apoderados que por separado establezcan la prelación de las declaraciones por recibir, lo que tiene varios beneficios para el trámite. Facilitará que, en la medida en que se vayan recaudando los testimonios catalogados como principales, las partes puedan determinar qué temas se han agotado, y así prescindir, mediante desistimiento, de otras declaraciones a la postre innecesarias. Adicionalmente, le permitirá al panel arbitral programar la agenda de recaudo de la prueba testimonial, priorizando su recepción con base en esos listados de testigos entregados por las partes.

De otro lado, para el adecuado desarrollo de una declaración, es preciso que los apoderados estén suficientemente enterados de la problemática litigiosa, a fin de poder conducir ordenadamente la revelación del conocimiento fáctico del testigo, o de tratarse de un declarante versado en determinada ciencia, tener los rudimentos pertinentes para extraer tal entendimiento. Así mismo, es oportuno su manejo procesal de las distintas técnicas para interrogar y la comprensión legal de cómo y de qué forma se pueden formular preguntas. Aspectos adicionales se circunscriben a la memoria del caso de los propios árbitros, es decir, recuerdo fresco de la materia debatida, manejo del expediente y de sus piezas procesales más significativas y cotejo de las declaraciones que se vayan rindiendo en el proceso.

Todo interrogatorio debe asignar a las preguntas un orden, práctica que ayudará a seguir una secuencia cronológica, temporal o temática, con lo que las narraciones adquirirán coherencia, y la información se procesará más fácilmente que si se tratara de una exposición aleatoria. También pertinente agrupar las preguntas en bloques que versen sobre una misma área o campo, y poder introducir preguntas de transición para enlazar la declaración, haciendo la intervención más congruente. Desde luego, esta regla útil no obstaculiza que sea posible alterar la progresión, con el fin de atender algún elemento extraordinario que surja de la declaración en curso para luego volver al hilo narrativo original.

Otro factor de capital importancia es darle dinámica a la declaración, lo que facilitará mantener el seguimiento de los presentes en la audiencia durante el adelanto de la prueba, y sostener un ritmo adecuado dirigiendo las preguntas estratégicamente hacia el objetivo perseguido, que, según el caso, pueden centrarse en corroborar o desmentir un hecho. En el desarrollo de los testimonios, es oportuno reiterar que las preguntas deben gozar de las condiciones de idoneidad y aptitud para que puedan ser absueltas. Por ello, no pueden ser capciosas, sugestivas, inútiles o repetitivas, ya que en estas declaraciones se busca obtener una diáfana y directa ilustración concerniente a hechos, por lo que, de evidenciarse, de oficio o a petición de parte, cualesquiera de tales situaciones, el tribunal deberá negar la admisibilidad del interrogante. Frente a dudas relacionadas con el trámite de objeciones a las preguntas, se consideran pertinentes las siguientes recomendaciones: otorgar un manejo uniforme e igualitario frente a las partes; requerir a la parte que objeta la explicación del fundamento de la objeción, y permitir a la que ha formulado el interrogante poder justificar su pertinencia, y, por último, tramitar la objeción sin la presencia del testigo, para no influenciar su versión.

En cuanto al trato de los testigos, bien directamente solicitados o pedidos por la otra parte, se aconseja dirigirse a ellos con respeto, evitando que, si esto no se cumple, los árbitros se vean obligados a adoptar una medida admonitoria. Ello no implica, por supuesto, condescendencia frente a la abstención del testigo en responder, a su evasión a lo preguntado, o frente al suministro de respuestas imprecisas; va estrictamente en procura de dispensar la debida consideración a quien se interroga. Por último, el lenguaje mediante el cual se indague debe ser fácilmente entendible para el testigo, a fin de evitar su confusión.

Columna publicada el 16 de junio de 2020 en Ámbito Jurídico.

El conteo de términos en el trámite arbitral

Materia esencial en el arbitraje, como lo es para cualquier tipo de proceso, es lo concerniente al debido conteo de sus términos, aspecto que, por cierto, también resulta relevante en aras de analizar la configuración de la causal de anulación que atañe a la expedición del laudo después del vencimiento del límite máximo fijado para ello. Esta causal da lugar a lo que se conoce como “laudo tardío”, es decir, aquel dictado por fuera del plazo dispuesto para emitirlo. Dicha previsión se incluyó invariablemente en todas las legislaciones arbitrales previas a la actual, aunque en el estatuto vigente se extendió a que se afectara con extemporaneidad la actuación arbitral cuando la resolución de las solicitudes de corrección, aclaración o complementación del laudo se produjeran por fuera del aludido término.

Ahora bien, también es pertinente exponer que la contabilización y expiración de plazo para expedir el laudo y su eventual complementación dependerán de si un tribunal arbitral se rige por las normas legales sobre la materia o apegadas a las reglas de un centro de arbitraje –caso este último donde la duración del trámite se regirá por lo establecido en el respectivo reglamento institucional–. Tratándose del primer caso, es decir un arbitraje cuyo procedimiento se realiza conforme a las disposiciones legales o en ausencia de plazo convencional, el artículo 10 de la Ley 1563 del 2012 dispone que el término para la duración del proceso es de seis meses contados a partir de la finalización de la primera audiencia de trámite. Es esa, y no otra, la interpretación debida sobre a partir de qué momento se inicia el conteo de la actuación arbitral.

De otro lado, ya para cualquier tipo de arbitraje, este mismo artículo establece que el término podrá prorrogarse una o varias veces sin que el total de las prórrogas exceda los seis meses. Por supuesto que la prórroga solo puede darse antes de que hubiera vencido el término inicialmente pactado o el legalmente establecido, pues, de lo contrario, sería inane dada la clara imposibilidad de que se pueda convalidar ulteriormente el hecho cumplido de la extinción del término.

Tampoco se podrá perder de vista lo dispuesto por el artículo 11 de la Ley 1563, que atañe a las suspensiones del proceso arbitral a instancias de las partes, y que limita tal facultad a un tiempo que sumado no podrá exceder los 120 días. Por consiguiente, luego de vencido ese término, se deberán adicionar a la duración del proceso arbitral los días adicionales objeto de suspensión. De lógica, y tal y como fluye del texto normativo, la previsión de que las suspensiones no puedan exceder ese límite se refiere exclusivamente a las que se soliciten con posterioridad a la finalización de la primera audiencia de trámite, y no a las que se hayan concitado antes de esa etapa. Lo anterior encuentra asidero, y es la debida interpretación sobre la materia, en que en los términos del artículo 10 de la Ley 1563 el término del proceso arbitral se contabiliza a partir de la finalización de la primera audiencia de trámite, y así el artículo 11 de esa norma dispone precisamente que a ese término del proceso se adicionen los días de suspensión. En conclusión, las únicas suspensiones que afectan o se suman al término del trámite arbitral son las que se produzcan finiquitada la primera audiencia de trámite.

También conviene precisar que las suspensiones y las prórrogas son fenómenos distintos. Las últimas implican una ampliación del plazo para fallar, mientras que las primeras suponen que el término no sigue corriendo, porque se haya transitoriamente inactivo luego de que este empezó a correr.

Por último, vale la pena concretar cuándo se configura la causal de anulación que atañe a la expedición de laudo extemporáneo. La verificación de esta causal de la anulación se limita a determinar si efectivamente el laudo fue dictado por fuera de tiempo. Para ello, se deben tener en cuenta el computo de cinco variables: la determinación del término del tribunal –que puede devenir de norma, reglamento o convención–; la fecha de la culminación de la primera audiencia de trámite –a partir de la cual se inicia el término del proceso–; la suma de las suspensiones producidas luego de la primera audiencia de trámite –dentro del límite de los 120 días y las adicionales a ese periodo-; la eventual existencia dentro el proceso de prórrogas y su extensión, y la fecha de expedición del laudo y de su eventual providencia complementaria. En todo caso, no sobra advertir que, sumadas a esas variables, el artículo 10 de la Ley 1563 contempla un requisito de procedibilidad para que este motivo de impugnación pueda resultar procedente: que la parte interesada la haya alegado oportunamente ante el tribunal arbitral una supuestamente vez expirado el término.

Columna publicada el 21 de diciembre de 2017 en Ámbito Jurídico. 

La declaratoria de competencia arbitral

Difícil encontrar una etapa tan definitoria del arbitraje como la que persigue discernir sobre la posibilidad de que el asunto debatido litigiosamente sea objeto de resolución por parte de árbitros. Por ello, son varias las previsiones para tener en cuenta, a título de consejos prácticos, con el fin de que tal actuación se desarrolle sólidamente. En ese contexto, dada la relevancia que esa decisión posee, resulta más que exigible, en primer lugar, que a ella se cite de manera expresa, y con evidencia certera e inequívoca, de la fijación de fecha y hora para su oportuna realización.

Ahora bien, con el propósito de que esta fase de significativo impulso procesal se revista de pleno cobijo legal, concierne igualmente al tribunal arbitral examinar los aspectos relativos a la debida representación y capacidad de las partes, el origen y la extensión de la controversia, los alcances del pacto arbitral aplicable al litigio y que dichas diferencias hayan surgido precisamente como consecuencia de la relación contractual correspondiente. Desde luego, debido al origen eminentemente contractual de este instrumento, se hace manifiesto que las controversias sometidas a esta instancia tengan absoluta conexidad con el negocio jurídico que se alega incumplido o no ejecutado, con el objetivo de que el respectivo arbitraje posea innegable fuerza vinculante. En esta etapa procesal, pues, conforme a dicho pacto, se debe constatar la posibilidad efectiva de que las pretensiones elevadas ante el panel arbitral se puedan despachar válidamente.

Complementariamente a lo anterior, además de tener que proceder a analizar la aludida existencia de un pacto arbitral y que los asuntos materia del proceso se encuentren incluidos en este, el pronunciamiento sobre el marco competencial debe verificar si, de conformidad con el ordenamiento, las controversias planteadas en particular resultan arbitrables, es decir, susceptibles de ser dirimidas por esta vía. Para tal fin, los árbitros deberán determinar la competencia en relación con cada una de las pretensiones formuladas en la demanda principal y en la de reconvención. En ese escenario, se hace conveniente desentrañar las controversias principales y las accesorias planteadas por las partes –matriz procesal del litigio–, para reafirmar que todas ellas se encuentren debidamente integradas al acuerdo de arbitraje.

De otro lado, lógicamente en esta misma audiencia, se deberán examinar y decidir las justificaciones y oposiciones referidas a la eventual incompetencia del tribunal arbitral. Alegación de incompetencia que, de ser totalmente descartada o rechazada, derivará en la potestad integral de los árbitros para conocer el conflicto, y así procederán a reflejarlo declarándose habilitados en la parte resolutiva de la providencia de apertura de esta primera audiencia de trámite. Tal declaratoria de competencia se concreta, entonces, en que arbitralmente se pueda determinar el decreto favorable o no de las pretensiones, al igual, por supuesto, que de las excepciones referidas a aquellas. En todo caso, corresponderá a los árbitros en esta ocasión, si es que ello no fue antes objeto de pronunciamiento, decidir respecto de posibles solicitudes de integración del contradictorio; aunque claramente siempre lo ideal es que este asunto haya quedado plenamente decantado en las fases previas del proceso arbitral, y de ser así, por lógica, se haría innecesario volver a definir este aspecto en esta etapa.

No sobra señalar, de manera conexa a lo anterior, que también deberá constar en la providencia de análisis de competencia el tipo de laudo que se va proferir -según se haya acordado en el pacto arbitral-, y al tenor de lo dispuesto en el artículo 28 de la Ley 1563 del 2012, surtida la ejecutoria de la providencia por la cual se asuma tal competencia, se aludirá a lo atinente al destino inicial de los gastos del tribunal –lo que da cuenta de los honorarios de los miembros del panel y de los gastos administrativos a favor del respectivo centro de arbitraje-.

Desde luego, en esta misma audiencia que se viene detallando se deberían emitir las determinaciones propias del impulso de la etapa probatoria, siendo recomendable que, aunque estas se concreten junto con la competencia en una misma acta, se desarrollen y plasmen en autos separados, lo que se justifica por las siguientes razones de conveniencia del trámite. En primer lugar, porque su alcance es distinto: en uno se despliega el referido examen competencial y, en el otro, el decreto de pruebas del asunto -tanto las oportunamente solicitadas en las oportunidades procesales pertinentes, como las de oficio-. Adicionalmente, la otra ventaja procesal que posee esa prudente escisión es que se individualiza la notificación de los autos, haciendo más eficiente la resolución de los probables recursos que se interpongan frente a cada uno de ellos.

Vista la importancia de la declaratoria arbitral, se ratifica la razón de la cautela, la previsión y el cuidado que debe acompañar su desarrollo, en beneficio de la misión arbitral.

Columna publicada el 7 de mayo de 2020 en Ámbito Jurídico.

Los 10 grandes mandamientos del buen árbitro

- Primer mandamiento: “Preservar el ordenamiento legal”. En nuestro medio, por definición constitucional y jurisprudencial, el árbitro ejecuta actos indiscutiblemente jurisdiccionales, por ende, dentro del trámite arbitral, se deben desplegar rigurosamente las reglas propias de esa instancia y las que se aplican por analogía.

- Segundo mandamiento: “Observar que los acuerdos celebrados entre las partes lo vinculan”. Esto en especial, en lo concernientes a la modulación del pacto arbitral, y en especificidades como el tipo de arbitraje por adelantar, las calidades y el número de árbitros, el centro de arbitraje competente para ventilar la controversia, el término para proferir el laudo arbitral y las reglas de procedimiento pactadas para desplegar el trámite.

- Tercer mandamiento: “Motivar debidamente todas las decisiones”. Ello tiene por equivalente fundar adecuadamente las determinaciones arbitrales con base en preceptos jurídicos aplicables y vigentes, analizando en cada caso las posturas de los sujetos procesales, emitiendo las determinaciones con resolutivas coherentes, no contradictorias, y que resulten ejecutables.

- Cuarto mandamiento: “Ser activo y tener capacidad para anticiparse a vicisitudes o complejidades del trámite”. El árbitro no es un convidado de piedra en el trámite arbitral ni un mero espectador del quehacer procesal de las partes, por ello, a pesar de que el arbitraje tiene origen consensuado, sin cuya voluntariedad no dimana la habilitación del árbitro, la normativa le asigna la indelegable misión de impulsar el trámite, por lo que debe tener el carácter y la determinación necesarias para que el procedimiento arbitral esté librado de saboteos y de cualquier tipo de contrariedades.

- Quinto mandamiento: “Ofrecer plenas garantías procesales sin que ello vaya a mermar la eficacia del procedimiento arbitral”. El árbitro debe propender por el respeto al debido proceso de manera proporcionada, evitando que por esa instancia se vaya a truncar o a sustituir el procedimiento reglado bajo cuyo imperio se debe asegurar la debida conducción arbitral y sus resultas.

- Sexto mandamiento: “Ejercer las facultades otorgadas a los árbitros con firmeza y carácter”. La función arbitral debe ejecutarse con aplicación estricta de las normas concernientes al asunto bajo conocimiento y con la necesaria determinación que le haga inferir a las partes que se está ante una juiciosa conducción arbitral, evitando dubitaciones o contradicciones en el manejo procesal, y rechazando de plano recursos abiertamente improcedentes, la solicitud de pruebas superfluas, inconducentes o extemporáneas, o las conductas tejidas para evadir las órdenes del tribunal.

- Séptimo mandamiento: “Evitar las interferencias indebidas de la jurisdicción ordinaria dentro del trámite arbitral”. Lo anterior no supone que los jueces no puedan coadyuvar la tarea arbitral ni intervenir en su suceso cuando sea del caso, pero por supuesto dentro de los parámetros legales y en ejercicio de la llamada figura del auxilio judicial, destinado a concretar frente a algunas actuaciones o actos procesales la asistencia o colaboración jurisdiccional sin que en ningún momento ello implique inmiscuirse en el fondo de la controversia.

- Octavo mandamiento: “Privilegiar la oralidad por sobre todas las cosas”. No debería implicar mayor discusión señalar que en el arbitraje las actuaciones orales deben primar sobre las formulaciones escritas, lo que hace por igual de las partes y también por supuesto del tribunal arbitral, así unos y otros deberán considerar las audiencias como el escenario propicio para el fluido desarrollo de este trámite.

- Noveno mandamiento: “Garantizar la igualdad real entre las partes”. Esto supone que durante todo el procedimiento arbitral se evite cualquier decisión que conduzca a la inequidad procesal, ya que la interacción de las partes no puede originar ni la concesión de privilegios inadmisibles ni las situaciones que deriven en trato diferente entre ellas, aspecto que posee evidentes efectos prácticos, como, por ejemplo, impedir injustificadamente una prueba que se le permita a la otra o que se otorguen plazos distintos frente a actos procesales iguales.

- Décimo mandamiento: “Defender la integridad del proceso arbitral”. Esta regla se justifica en la debida eficacia del trámite y en el cumplimiento de su objeto misional que aterriza en la finalidad de dirimir una controversia de manera permanente y definitiva, lo que obliga a que el árbitro tenga que velar por emitir actos y etapas procesales revalidadas por medio de oportunos controles de legalidad, así como por la expedición de un laudo en el que se encuentren purgadas eventuales nulidades acaecidas en el trayecto procesal previo y en el que se minimice el riesgo de procedencia de cualquier causal de anulación mediante la cual se pretenda impugnarlo ante la autoridad correspondiente.

En términos generales, podríamos señalar que la función arbitral debe estar revestida de calidades, comportamientos y actos destinados a que sea desplegada en cada caso, con responsabilidad, idoneidad, carácter, firmeza, dedicación, honorabilidad, concentración, coherencia y agilidad, esa es la agenda del buen árbitro que hemos tratado de condensar de manera práctica en los anteriores mandamientos.

Columna publicada el 2 de agosto de 2018 en Ámbito Jurídico. 

El ejercicio simultáneo de tutela y recurso de anulación contra el laudo arbitral

Materia pacífica es que la tutela proceda contra el laudo una vez desatado el trámite del recurso de anulación cuando este se ha declarado i...